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Algunos Testimonios de "La Carga"

Blanca Viviana Vásquez Villalba

 

Mi mamá no terminó de estudiar, mi papá, poco; trabajan en la agricultura y yo estudié en la escuelita del pueblo, en la Luis Napoleón Dillon, que era una escuela bonita, pequeña. En el pueblo todos nos conocemos, el pueblo era tranquilo —todos nos conocemos—  pero ahora ya hay unos pequeños robos aunque nada grave. Tengo tres hijos y ahorita me dedico a ellos, un poco. Tengo 36 años y tuve a mi primer hijo a los 26 años, yo era romántica pero no descuidada; yo decía: ‘Voy a tener mi hijo a los 25 años, pésele a quien le pese’, y mi mamá me decía: “usté está loca”; ya tenía mi novio. La mujer es mala cuando el hombre se porta mal, si se porta bien por qué voy una a ser mala. Antes me dedicaba a vender frutas en Quito: ovos, pepinos, mandarinas; después se dio una oportunidad de vender zapatos y de eso vivo.

Conocí a Alice en el Juncal, donde fue a hacer una escultura; es amable y alegre, fue bonito conocerla. Ese trabajo de esculpir necesita mucha paciencia y, sobre todo, tener amor al trabajo; ella tiene demasiado amor al trabajo. Para hacer mi escultura se demoró varios días, me hizo la escultura ´mensajeando’. Tengo la nariz chiquita y un tiempo quería hacérmela más grande, ahora no me siento más ni menos que nadie; no me aumentaría nada pero sí me quitaría algo. Cuando Alice me hizo la escultura estaba más pasadita. Dicen que no hay un feo en la Tierra, a menos que uno se crea feo, yo no me siento fea. Yo le veía a Alice cómo hacía a doña Teresa, por eso no me cogió de nuevo nada. Con ella reía, porque me decía: ‘¿Viviana, qué te aumento?’, y yo le decía: ‘más bien sácame un poquito’. No, —me decía— yo tengo que hacerte como eres”, pero yo le insistía: ‘sácame un poquito de trasero’. Cuando ya no esté me van a recordar cómo he sido. Es bonito pensar que te van a recordar cuando ya no estés. Quisiera decirle a Alice que gracias por todo, pasamos unos momentos lindos.

 

 

  

Glenda Carolina Ibarra de Jesús

 

Aquí no es como en la ciudad, donde los papás hablan a las hijas de cuidarse y esas cosas, aquí no. Aquí es como que si se habla de sexo se está hablando de algo malcriado, no le dicen: ‘Hija, si va a tener relaciones cuidesé’, o no tenga muy pronto, no había la información de ahora que le dan cuántos métodos para cuidarse. Ahora es otra época. Tuve un niñito que ya tiene siete años y tengo otro, un chiquito; por lo pronto no voy a tener más. Me casé con el papá del segundo niño, con el voy a vivir mucho tiempo, a menos que se muera; él se porta bien, es amoroso y comprensivo —como crió al otro desde chiquitico— mijo le dice hasta ‘papi’. Antes jugaba fútbol pero se decepcionó y ahora está en la huerta, tenemos una cebolla que ya está queriendo ‘empapar’, ojalá que vaya bien. Mi marido jugaba en el Valle del Chota, después en el Imbabura y el Pilahín, arquero era, era bueno. Le decepcionó porque le querían comprar y no le dejaban salir, ahorita juega barrial en Tulcán.

Mi idea ahora es trabajar y ser una buena madre. Quisiera trabajar pero no digo quiero esto en especial, lo que quiero es trabajo de lo que sea porque aquí no hay trabajo. Uno puede ir a ganar —cogiendo vainita— lo que le pagan es 10 o 12 dólares el diario, cómo mucho; dos veces por semana. Antes me gustaba estudiar pero me desobligué y me salí del colegio, no sé ni qué pasó; ya hubiera estado graduada. Estuve solo hasta tercer curso y estoy pensando volver nuevamente, aunque me dijeron que el bachillerato a distancia —donde estaba mismo—ya no va a funcionar y que ahora hay que ir todos los días.

Trabajar con Alice fue una buena experiencia, nunca me hubiera imaginado conocerla, ella era una buena persona y daba buenos consejos, con ella empecé a hacer hasta unos collarcitos pero lo dejé, no sé qué pasó. Hay qué ver qué se hace, solo de pensar en los compañeros que estudiaron conmigo y ya se graduaron me da no sé qué.

 

  

 

Adriana Carolina Carcelén Rodríguez

 

Ya tengo veintiún años y tuve a mi bebé a los dieciocho; no sé si tenga más, —aunque me gusta ser mamá— pero no ahorita. Vivo aquí con mi mamá aunque todavía me llevo con el papá de mi niño, hablamos aunque ya no somos nada, solo amigos. Él está en un curso de la FAE [Fuerza Aérea Ecuatoriana].

 

Soy de Juncal, nacida en Ibarra, en el hospital San Vicente de Paúl. Hice la escuelita aquí y estudié hasta terminar el colegio; voy a estudiar más pero no sé qué. Quiero entrar a los municipales para hacerme agente de tránsito en Ibarra o en Quito, intenté en Ibarra cuando tenía  dieciocho años pero ha sido cuando tenga veintiuno. Hay que ver porque toca tener unas palancas; el enamorado de mi hermana está ahí y ya le voy a ver, o si no para intentar otra cosa.

 

Conocí a Alice una vez que estaba sentada con mi tía, —allí abajo— cuando ella se acercó y luego me preguntó si quería que me hiciera una escultura porque estaba puesta no sé qué en la cabeza, una bufanda creo. Iba a hacerle la escultura a una chica de Piquiucho pero se había muerto y por eso me hizo cargando platos como a la chica que ella vio. Se demoró algunos días modelando en el centro cultural y la gente entraba a ver. Desde que me hizo la escultura he crecido, mis papás son altos y mi abuela, Teresa Méndez, también.

 

El trabajo de Alice es bonito pero no sé si pudiera hacerme escultora, tendría que enseñarme Alice; ella me ha caído bien al igual que la chica que le ayuda, Janeth; nos encontramos en Quito, en una fiesta de bautizo.  

 

  

 

María Luisa Ogonaga Campos

 

Antes vivíamos en las casitas de choza; la paja cogían de la caña y las casas eran de lodo; igual el piso era tierra y echábamos bastante agua para barrer, y quedaba duro el piso. Las camas eran de chaulla —que decíamos aquí a la caña— amarrada con alambre. Ahí no había una sábana ni un colchón. Nos sentábamos en un cajón y si venía alguien se le hacía sentar ahí y se le daba el plato en la mano. Esa era la tradición de antes. Cuando nos poníamos a barrer cogíamos una planta que se llamaba cumbaya —tenían unas florcita— cogíamos tres, usábamos una y teníamos dos guardado. Con eso sabíamos agacharnos y barríamos; alcancé también eso.

            Ni acabé la escuela, que era de Eternit, el techo y las paredes de molón —que decimos así a las piedras—. Mala estudiante era, porque ya me salí para ir a trabajar sembrando fréjol, tomate, cogiendo vainita, cogiendo pepinillo; así sabíamos andar en el pueblo de Caldera, San Rafael, Alor, acá a Garbanzal, a Juncal, a Chalguayacu.

 Aprendí a escribir un poco  —aquí se decía la nocturna— porque en la escuela no aprendí. Me salí de la escuela porque no había forma de vida, nos criaron trabajando en el campo y cuando quería un vestido me iba a trabajar y pagaba con eso a la costurera, así el estudio se acabó. Envejecimos trabajando así. Cuando empecé a ir al mercado haiga tenido unos doce a trece años y después ya me acostumbré a ir sola, tuve mis hijos, iba sola a mi trabajo que es hasta ahorita. No me casé, tuve mis hijos así nomás de soltera, tuve cuatro varones y una hembrita que se me murió; hasta ahorita soy soltera.   

            El trabajo en el mercado es duro. Si hubiera forma de vida ya no me fuera porque malos son los mercados, más lo que uno se endeuda y no sale. Tenemos un banquito pero no nos sale ni para pagar, pagamos de la misma plata. Si aquí hubiera un trabajo no iría. En el mercado meto al delantal cincuenta centavos, un dólar, veinticinco; no se le puede recoger el material que se mete, y como el mercado anda malo… hay mucha gente, mucha competencia; voy a Calderón el domingo y viernes y sábado vendo en la Ofelia. Compramos, yo miércoles me voy a Bolívar, jueves me voy a Ibarra, viernes ya me voy al mercado. En la casa paso el lunes, me voy al banquito y regreso cinco o seis de la tarde a hacer la merienda, martes nos ponemos a lavar, martes me voy a Bolívar, jueves a Ibarra y viernes al mercado.   

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