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"La Carga, de Alice Trepp"

Al menos cien mil fotografías de entusiastas visitantes reposan en los Smartphones, los  iPhones, los teléfonos con cámara diminuta o con millones de píxeles; todas ellas de sugerentes escenas captadas junto a las esculturas de Alice Trepp. Las redes sociales se pueblan con comentarios como: “nuestros afros”, “nuestros ancestros”, “parecen reales”, y “¡Que viva nuestra diversidad!”. Y es que la gente, casi de manera automática, sonríe al descubrir la obra escultórica de apariencia absolutamente verosímil que compone esta muestra. Si uno se detiene a observar los asistentes a la exposición La Carga, aprecia cómo los jóvenes posan junto a la reproducción de Janeth Espinosa, y simulan morder la manzana acaramelada que sostiene en su mano derecha, acarician el vientre hinchado de Nuri y sonríen con la escena de lactancia que incluye a Glenda y su cría.

            Las jovencitas posan con las manos en la cintura, destacando sus curvas; los ancianos se detienen, sorprendidos por los detalles, y casi todos dan golpecitos para cerciorarse si, en efecto, son esculturas. Pero aquellos que más disfrutan leen los testimonios de vida de las propias mujeres que posaron: doña Olga de la Cruz cuenta que quedó huérfana de madre y que, ante las necesidades, su padre la “regaló”; doña Teresa Méndez describe los avatares de “pasar cacharro” por la frontera con Colombia, y Anabela Santos narra triunfante sus éxitos como especialista en hacer trenzas a las mujeres que frecuentan el mercado de San Roque.

            Algunos testimonios son tiernos, otros duros y aleccionadores, pero conmueven todos; en su transcripción se han respetado las maneras y los usos de un español arcaico con fuerte influencia del quichua, merced a la cercanía de los pueblos del valle del Chota y varios pueblos indígenas de Imbabura. Sin embargo, no solo la construcción del lenguaje es particular con términos como “Angara”, “vide” y “elay”, sino que afloran la creatividad y la inocencia lúdica de doña Zoila Espinosa, por ejemplo, como cuando refiere el episodio de una embajada cultural suya explicando a los estudiantes de un colegio bogotano su uso del “idioma de la pe”: “Cuapan dopo yopo mepe vapa yapa…”.

            Aquellos textos complementan de manera potente la apuesta estética, haciendo las veces de nexo emocional mediante la palabra rediviva de cada mujer retratada. Estas piezas fueron, expuestas por primera vez, en el Centro Cultural Metropolitano de la ciudad de Quito e inmediatamente trasladadas al Cumandá Parque Urbano, que ahora aprovecha estupendamente el espacio que dejara el antiguo, infame y abigarrado terminal terrestre de la capital. Como parte de la exhibición se presenta un documental narrado por María Luisa Ogonaga, mujer madura que cuenta las peripecias de la sobrevivencia en los mercados de Quito, Tulcán e Ibarra, y permite apreciar la complejidad de su vida cotidiana. En esta dolorosa aventura se puede palpar como, las mujeres, mal viven la cotidianidad de un negocio que apenas deja para pagar deudas.

La Carga está compuesta por trece esculturas de tamaño natural. Alice Trepp las elaboró en arcilla cuidando cada detalle, consciente de que la verosimilitud con las modelos obsequia valor a su obra. Esculpir es una terea muy dura porque incluye el trabajo con arcilla mojada que no pesa poco, estropea la piel y las uñas aunque, eso sí, mantiene tonificados los deltoides, los pectorales, los bíceps, los tríceps… los abductores; en una época en que la mayor dolencia de los artistas se limita al túnel carpiano.

            Una vez terminada la escultura, y estando maleable aún, se extraen los moldes que permitirán fundir las piezas finales al bronce, al yeso o, como en este caso, a la fibra de vidrio, que luego se pinta a mano. En el 2002, la autora participó con éxito en el concurso Mariano Aguilera con dos esculturas fundidas en chocolate; la copia de una de ellas sobrevive aún en una prestigiosa universidad capitalina, y hay que resaltar que es una copia porque, en ese entonces, el público devoró las dos piezas de tamaño natural.

            El título La Carga explica una doble dimensión: La carga física y la carga psicológica que llevan consigo las mujeres que posaron para ser retratadas, aunque sus pesares no se limitan a ellas mismas y de alguna manera son la voz cantante de muchas otras mujeres vivas o muertas, conocidas o anónimas, que han dejado como herencia ciertas maneras de hacer y pensar, en medio de la anodinia y las limitaciones materiales del Estado y la sociedad.

            Ya sabemos que a muchos les parecerá que esta obra carece de poesía o de —como dijera ese bello hombre cuasi inglés llamado Borges—: “…las simétricas porfías 
del arte, que entreteje naderías…”, pero no solo es poética en cuanto se afinca en la prosa que narra el cuerpo de piel oscura con sus canales y colinas, con sus durezas y sus blanduras; es poética porque resulta de la concreción de muchas horas de diálogo con esas mujeres y abandona las vanidades de la autora en favor de sus modelos. Ya sabemos que a muchos les parecerá que esta obra debe consolidar el decadente discurso taxonómico de las razas. Ya sabemos que a muchos les parecerá que hay demasiada condescendencia al abordar un tema que a primera vista parece moda, en medio de tantas acciones positivas como vemos de pronto. Las acciones positivas no siempre se revierten en favor de los supuestos beneficiarios y, muchas veces, sirven para justificar el salario de funcionarios y dirigentes; de esa vergüenza hay que cuidarse como artista porque el ego se sube a la cabeza, envanece y lleva inevitablemente por los penosos caminos del discurso que justifica la “obra”.

          Hace años se hablaba de la función social del arte, lo que con frecuencia sirvió de parapeto para la política partidista; pero el arte va mucho más allá de la contemplación y el placer hedónico; sin negar que uno pudiera desfallecer ante un Chagal, un Giacometti o un Basquiat. La escultora asegura que su intención es acercar en algo a las mujeres afro descendientes de aquellos que no lo son, y lo ha logrado. Su obra ni siquiera son las esculturas –que se tornan en signos– porque no pueden entenderse al margen del campo común de experiencias entre artista, modelo y público lector.

Para quienes no han tenido oportunidad de apreciar el influjo de esta obra diré que, por ejemplo, una tarde de difuntos, una muy alta autoridad del gobierno pidió que se le permitiera acceder a la muestra y –en una soledad parecida a la soledad del poder– recorrió en silencio cada pieza escultórica y cada letra de sentimiento escrito a manera de historia de vida; no fue extraño contemplar a uno o más indígenas —con sus coloridas, descontextualizadas y sudorosas prendas serranas— extasiarse con el parecido de esas mujeres que de común pasan por su lado sin mérito alguno; varios funcionarios apurados tropezaron al volver la mirada, y cientos de niños tomaron apunte de aquellas escenas que, pudiera pensarse, nos regaló Medusa.

Una pregunta: ¿Hasta dónde llega la responsabilidad social del artista creador de una obra procesual? Más de un suspicaz asistente a la muestra ha preguntado qué ganan las mujeres que expusieron sus vidas y se prestaron al juicio público.

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